Saturday, May 7, 2016

En Veroes



En pleno centro de Caracas, unos niños juegan en el jardín soleado de una casa que data de 1700. Una maestra se mueve con soltura entre ellos. Es educadora con cada fibra de su ser. Yo la conozco. He visto esta escena antes, más de una vez, hace muchos años. Hoy lo único que es distinto es que mis hijos no están en ese jardín con Marisabel Grossmann, una de las mejores maestras que yo haya conocido. Como esos niños, Gustavo, Carolina y María Teresa conocieron lugares históricos, industrias y playas venezolanas de la mano de Marisabel. Eso fue hace más de 22 años cuando yo todavía vivía en Venezuela. Mis hijos no olvidan su niñez venezolana.



Un hombre restaura una máquina de hacer raspados bajo la sombra de un árbol. La pinta con esmero mientras yo saco la cuenta de cuándo fue que me comí el último raspado rojo con leche condensada. Mi niñez venezolana. El pasado presente.




En un corredor de la vieja casa restaurada a la perfección, hay varios ancianos leyendo la prensa del día. “No hay mejor lugar para leer el periódico. Aquí nos tienen todos los periódicos listos para nosotros”, me dice un señor que viene a diario. Es la llamada tercera edad. Más allá, un grupo de niños escucha la historia de la casa. Están sentados sobre el piso de un mosaico que ya no existe fuera de estas paredes. Sus caritas miran con intensidad una gran caja fuerte verde mientras la guía les explica lo que contiene. En la habitación de al lado otros niños aprenden sobre salud, ejercicio y alimentación en una exhibición que estará allí todo el año.







Afuera queda ese estremecimiento en que se ha convertido mi país. Un mapa fisurado que antes era territorio deseable para los inmigrantes y hoy es, tristemente, un generador de emigrantes. Afuera queda el gobierno que es solo una puesta en escena y un bramido de odio y venganza. Afuera está el presidente al que la ideología y la ausencia de carisma no le permiten enmendar la plana. Afuera también están los ciudadanos que hacen colas humillantes para cubrir sus necesidades básicas y los que sacan cuentas para poder comprar media docena de huevos que será la proteína de toda la semana para su numerosa familia. Todo eso queda afuera.

Aquí adentro se preserva la historia y se habla de salud y bienestar. Aquí pueden venir académicos a investigar. Aquí todas las edades encuentran información e inspiración. Aquí se hizo un esfuerzo de restauración importante que debería ser modelo para el país que habrá que recuperar. Aquí el pasado no está ni manipulado, ni muerto. Aquí uno siente que sí hay futuro. Aquí las puertas están abiertas para todos. Aquí se respira paz. 

Sé que estoy viviendo en ese “otro país” que Leonardo Padrón describió recientemente. Es el país que resiste y no se deja arrebatar la esperanza. El país que el presidente quisiera desaparecer.

Es mi país. También el país de Polar y la familia Mendoza que habitó esta casa desde 1893. Inevitablemente el perfil de Polar es alto por los productos que nos surte. Para mí ha sido siempre una empresa modelo de la responsabilidad social, la cual ha ejercido desde mucho antes que el término entrara en boga. En contraste, el perfil de la familia Mendoza siempre fue bajo. Pocos saben de sus múltiples obras sociales y culturales, de su trabajo silencioso y su compromiso con nuestra tierra. Pero el perfil bajo ya no es posible porque el presidente, cuyo único aval es que fue ungido por el “mesías” que lo precedió, necesita con urgencia una épica propia. Eso amerita crear un "satanás" para poder autoerigirse en “salvador”. Y escogió a Lorenzo Mendoza y a la Polar para ese fin. Pero es ahí donde el emperador queda desnudo porque él no produce nada y solo le da empleo a sus fieles, sin importar si son competentes o no. Es ahí donde el contraste que ha tratado de crear lo pone en total desventaja. 







En un salón rectangular, los Pequeños Cantores de la Schola Jenaro Aguirre ensayan sus voces angelicales mientras los niños del Pre-escolar de Marisabel Grossmann ocupan las sillas. Unos vienen del Barrio La Bombilla de Petare y otros del llamado "Este" de Caracas. Todos son niños venezolanos. Pronto unos cantan y otros llevan el ritmo con las palmas. Luego cantan todos juntos. Finalmente una cumbia nos pone a bailar a niños y adultos. Siento una alegría que brota desde muy adentro de mí y se desparrama en la sonrisa que no me abandona. 




Miro la fuente. A su alrededor montaron bicicleta los hermanos Mendoza Quintero. Hoy, gracias a su legado, otros niños la rodean con sus sonrisas y sueños. Pasado, presente y futuro. Es la Caracas amable y lo mejor de mi Venezuela. Es a donde siempre querré volver. Es la que merece nuestra lucha diaria. 


Wednesday, December 16, 2015

Recognizing the Venezuelan Opposition

[This is a letter to David Smilde in reaction to his parliamentary election post in WOLA's Venezuelan Politics and Human Rights Blog. David graciously asked me to revise it into a blog post].

Estimado David:
I am an avid reader of this blog and I appreciate the quality and depth of its content. Today, however, I write to you about your post “Venezuelan Election Take-away.” I felt that the post was mezquino—somewhat ungenerous—towards the opposition. Yes, the Venezuelan people should be applauded. Yes, we’re all delighted that the government has conceded. But to go into an election that you know you’re going to lose isn’t “courageous.” It’s democratic behavior. It worries me that we keep applauding the Venezuelan government for conduct that should be the norm in a democracy–especially, when the president’s campaign discourse included threats of  “no entregaremos la revolución”, “un proceso de confrontación social de calle” and “tiempo de masacre y muerte,” if oficialismo lost control of the National Assembly.
But, more importantly, in your post you don’t give any credit to the opposition. You don’t mention the very unfair conditions of this campaign and election, and how the opposition was able to overcome them. I agree that el voto castigo is a significant part of the results. But, there were within la Unidad people—unsung heroes—that got an army of testigos y miembros de mesa educated and organized to withstand the abuses that we’ve seen in the past (and that, to be sure, weren’t totally absent this #6D). 
As you know, the opposition was made mostly invisible on national TV—the most consumed media outlet in Venezuela. (I’m only mentioning TV. But we know the strategies that have been deployed to minimize the presence of dissident voices have been used in the country’s media more generally). Hence, door-to-door campaigning was a key element for the opposition. And that, in an environment of verbal and physical intimidation as the one we saw in this campaign, takes courage. That the CNE and government conceded (yes, the CNE also concedes, given its behavior as an arm of the government), is also due to the way the opposition organized its own counting and reporting of the votes. And because previous experiences taught them the particular vulnerabilities of the country’s electoral system.  
I wholeheartedly agree with you that la Unidad faces important challenges now. Some are structural (sharp internal differences), but most are due to the urgency of finding solutions for the country’s dire socio-economic situation. These solutions will require unpopular, hard to swallow measures. (And, of course, we can’t forget that the President is still Nicolás Maduro). But, I believe that one of the important take-aways from this election is that the non-radicals won, proving to the naysayers that important changes can happen via the ballot box, and that an avalanche of votes can overcome ventajismo, media invisibility and intimidation. 
For all these reasons, I wish your post would have given some credit to the opposition. 
Un abrazo, 
Carolina.

Monday, August 4, 2014

LA INDIA QUE YO VI




I

En el verdor de un delicado jardín, una mujer cubierta con un velo de colores intensos está sentada de espaldas. La única piel que le veo es un pie cobrizo que se asoma. Está descalza. Pronto se incorpora, toma unas herramientas y se dobla sobre las plantas. Son las 11 a.m., la temperatura es 42ºC a la sombra. Estira un brazo y muestra el brillo de sus pulseras mientras trabaja encorvada. La he visto antes, muchas veces, en los campos que atravesamos cuando viajamos entre ciudades.  Allí las mujeres arqueadas, ataviadas de saris y velos de matices encendidos, son las flores de los cultivos. Princesas de lejos, peones de cerca.


II

En Delhi decidimos ir caminando a Connaught Circle porque es a solo 10  minutos desde nuestro hotel. El concierge nos explica lo fácil que es llegar: “Take a right, take a right and straight”. Y nos advierte: “en el camino se les van a acercar a decirles que hay disturbios y protestas políticas, que los van a asaltar porque son blancos y que no deben caminar por ahí porque es peligrosísimo. Pero no hagan caso porque esa gente están encompinchados con los de los rickshaws para que ustedes decidan no caminar. Luego esos rickshaws los llevan a tiendas que son trampas para turistas”.

Mis colegas Lee y Ann, y yo oímos el consejo que nos suena a ciencia ficción. Sin embargo, el libreto sucede al pie de la letra. Al menos tres hombres vinieron a “ayudarnos”, alertándonos de que si seguíamos a pie “se tropezarán con”: a) “Una protesta política que ya se está tornando violenta”. b) “Gente que los ve blancos y les pone trampas”; “they'll throw shit in front of you”. Ante mi cara, el tipo: “yes, shit, poop, shit!” Siguiendo el consejo del concierge, seguimos nuestro camino sudorosos a punta de “no, thank you” y llegamos a nuestro destino sin ver ni rastros ni de manifestaciones, ni de shit

Connaught Circle es una gran herradura de tiendas y ventorrillos. El contraste entre lo que veo en las vidrieras y lo que hay afuera de ellas es brutal. Adentro, aire acondicionado, mercancía de mediana a excelente calidad. Afuera,  familias enteras pidiendo limosna bajo el calor asfixiante, paredes manchadas para siempre de orín y de escupitajos de betel, perros para los que el adjetivo “sarnoso” sería un eufemismo, uno que otro hombre durmiendo en plena acera, al sol. Su propia mugre es su única protección.

Una sucesión de olores acompaña las imágenes que se atropellan en mis ojos y que no puedo procesar: aromas de especias le ceden el paso a un intenso olor a orín, diez pasos más allá, huele a jazmín y a rosa con canela. Me quiero quedar allí, parada frente a los jabones de glicerina. No sé por qué allí me siento serena. Algo que parece imposible en ese lugar.


III

En el Museo Nacional conozco a Saraswati, diosa del conocimiento, la música, las artes y la sabiduría. Leo que es una bella mujer para así personificar el concepto del conocimiento como algo supremamente hermoso y atractivo. Y yo, que vengo del país del Miss Venezuela y Diosa Canales, no puedo dejar de exclamar: “This is my kind of goddess!


IV

Mi primera experiencia con un baño de la India fue allí, en el Museo Nacional. Me explico, hablo de un baño no occidental. Un hueco en el piso. Una jarrita. Una manguerita. No hay papel toilet, por supuesto. Tampoco donde apoyarse. Por razones cada vez más obvias y aterradoras para mí, hay agua en el piso y las paredes. Un gancho en la puerta me permite salvar mi cartera del agua. Saco de ella el papel toilet. Comienzo la maniobra en puntillas. Mejor dicho, la acrobacia. Es un recordatorio de que ya no tengo 15 años. Mento madre. Esta vaina seguro fue diseñada por un hombre. ¿Cómo hacen ellas con sus saris? ¿Cómo hacen con ese telero? Salgo furiosa y, extrañamente, también admirada. Después de eso, cada poceta que encontré me trajo un suspiro de alivio y la más amplia sonrisa.


V

Atravesamos en rickshaw Chandni Chowk, uno de los mercados más viejos y concurridos de Delhi. Ir en rickshaw es como ir en mototaxi, pero con 2-3 personas más. El viaje es exhilarante por lo precario y por lo expuesto que uno se siente. Es, sin duda, una manera de sentir el país que no experimentas cuando estás en un vehículo con aire acondicionado. En el rickshaw nada amortigua ni los olores, ni el bullicio (aquí, tocar corneta es una forma de comunicarse y es constante). Estás en el país. En pleno país. Asegúrate de tener codos y rodillas adentro.

Chandni Chowk es de una densidad que sobrecoge. Allí hay desde vendedores de libros que dejan pálidos a los bouquinistes de las riberas del Sena, hasta mercaderes de especias impronunciables y desconocidas para mí. Hay tarantines de fritangas insalubres y de preciosas guirnaldas de flores. Siento que debería regresar aquí mañana. Que es imposible explorar cuando se tienen los cinco sentidos tan abrumados como los tengo yo hoy. Pero mañana viajaremos a Jaipur y no podré venir.

Tengo que regresar a la India. Ya lo sé.


VI

Noah Arceneaux fue mi alumno, uno de los mejores que he tenido. Ahora es profesor en San Diego State University. Lleva seis meses en Delhi haciendo investigación gracias a una Fulbright. Cenamos y nos ponemos al día. Él, su esposa e hijo viven en un apartamento en una zona clase media. La expectativa es que tengan “ayuda”. Es decir, alguien que limpie, alguien que les lave la ropa y alguien que cocine. Tres personas distintas que trabajen por día. Un batallón para una pareja acostumbrada al “do it yourself” que prevalece en Estados Unidos. (Yo tengo a Yolanda, de El Salvador, desde hace 15 años. Viene a limpiar 4 horas a la semana, cada 15 días. Ese es mi lujo). Para Noah encontrar quien cocinara y quien lavara la ropa no fue problema. Pero cuando entrevistó a varias mujeres para la limpieza se encontró que le decían “I don’t clean toilets or kitchens”. De repente llegó una que sí accedió sin problemas a limpiar todo el apartamento. Luego de un mes, Noah se atrevió a preguntarle si sabía por qué las otras se negaban. La mujer le explicó que ella es dalit, o sea Intocable, la clase que es tan baja que ni siquiera es una de las cuatro castas (varnas) de la India: Brahmanes, Chatrías, Vaishas y Shudrás. Por eso, ella no tiene problema en limpiar ninguna estancia donde viva cualquier persona.

La anécdota me recuerda lo poco que sé del sistema de castas. Mi conocimiento se reduce a que proviene del hinduismo y es rígido. La movilidad no es una posibilidad. Sin embargo, el asunto se ha flexibilizado. La Constitución de la India prohíbe el prejuicio en contra y la segregación de los dalits. Esto es influencia directa de la doctrina de derechos sociales de líderes como Gandhi quien no los llamaba dalits, sino “niños de dios”. Inclusive, en 1997 el país eligió a un dalit como presidente, K. R. Narayan. Pero el cableado cultural persiste.

Días después mi amiga Usha Raman, quien estudió su Ph.D. en la Universidad de Georgia y es una de las académicas más sobresalientes y comprometidas con la justicia social que conozco, me confía que en su departamento en la Universidad de Hyderabad hay quien piensa que ella fue contratada solo porque es Brahman, o sea “upper caste.” 

Es que cuando divides a una sociedad, el prejuicio empapa a todos. Y es muy difícil secarse por completo.


VII

En las calles y carreteras hay una imagen recurrente. En una moto, un hombre con casco maneja. Atrás, de parrillera, una mujer sentada de lado con los colores de su sari y sus velos al viento. Ella es una hermosa serpentina. No lleva casco. Lo que sí lleva muchas veces es un niño en brazos, quien también viaja sin protección.

Este país donde las mujeres proveen gran parte de sus bellos colores, no es bueno para las mujeres. Nunca lo fue. Hoy en Jaipur, la preciosa ciudad rosada, aprendí que la esposa del Majará tenía que usar ropajes y joyas que pesaban 25 Kg. Como no podía caminar con todo eso, vivía sentada en un enorme trono con ruedas que las sirvientas empujaban por un sistema de rampas dentro del palacio. No podía salir, veía el mundo a través de rendijas y compartía el marido con otras esposas y cientos (sí, ¡cientos!) de concubinas.

A la vez, es de la India de donde han salido algunas de las académicas feministas más brillantes e influyentes. Es aquí donde las mujeres periodistas se han organizado para mejorar sus condiciones de trabajo y para que no las releguen a cubrir las noticias “suaves”.  Es una paradoja (¿o aparente paradoja?) que trato de entender mientras miro los contrastes de un país con tanta belleza y tanta suciedad. Con tanto lujo y tanta pobreza.


VIII

Nuestro guía Gurvinder nos dice que caminemos mirando el piso, que no hagamos trampa, que él nos dirá cuándo podemos alzar la vista. Obedezco y camino. No es difícil, no hay mucha gente. Quizás porque llovió. Cedió el gentío y cedió algo el calor. Finalmente, nos da permiso: “pueden levantar la vista”. Lo hago y, sin aviso, sin pudor y sin control, mis ojos se desbordan. Ante mí está la perfección. El edificio—ahora lo sé—más bello del mundo. No hubo afiche o película que me preparara. Ninguno le hace justicia. Es hermoso de lejos y de cerca, por fuera y por dentro. Lo paseo y lo disfruto a mis anchas. Lo contemplo. Trato de escribirlo, pero no tengo los adjetivos que merece. Tendría que ser poeta y no lo soy.

Gurvinder no me apura. Entiende que no todos hemos vivido siempre cerca de la perfección. Él, en cambio, nació y creció cerca del Taj Mahal.


IX

Todo el mundo me pregunta por las vacas, que si ya las vi, que si es verdad que andan como peatones en el medio de las ciudades. En Delhi no vi ninguna, pero en Jaipur, Agra y Hyderabad sí. Las vi transitar, echarse en el medio de la calle como si estuvieran en el campo y atravesar en grupo una autopista de cuatro canales, parando en seco el tráfico. También las vi buscando comida entre las montañas de basura que no dejan de impresionarme. Serán muy sagradas las vacas, pero no escapan la pobreza que todavía arropa a este país en el cual coexisten palacios pintados con rubí, topacio y esmeralda, rascacielos de acero y cristal, y viviendas cuyo único techo es una lona plástica.


X

Naan” es mi salvación. El pan de la India, inmenso, delgado y delicioso, lo sirven doblado como una servilleta de tela. Gracias a su existencia he podido comer platos que jamás hubiera tolerado de otra manera. Salvo muy contadas excepciones, aquí todo es picante. (Hay, al menos, diez tipos de pimienta). Y yo no como picante. Pero con naan, arroz basmati y mucha agua, soy capaz no solo de “pasar” la comida, sino de disfrutarla y de admirar el cuidadoso balance de sus especias. Pronto tengo un menú favorito: Masala Dosa, que es como una crepe que se come en el desayuno o brunch,  Dal Makhani, tres tipos de lentejas cocinadas lentamente con especias y crema, y Tikka Masala Chicken, un pollo en una salsa anaranjada que tiene al menos siete especias. En cuanto al postre encontré dos delicias: helado de dátiles y nueces, y Baked Yogurt. Nada de esto es low cal. Y como no estoy comiendo ensaladas, ni vegetales crudos, ni frutas (menos cambur, por su concha gruesa) como medida preventiva, mi cintura ha ido creciendo con los días…


XI

Ayer en la conferencia me tocó almorzar al lado de un profesor de la India de los que comen solo con la mano derecha. Es decir, no tomó cubiertos en el buffet, solo una servilleta. Yo había leído sobre eso de comer con la mano derecha, pero nunca lo había visto. Tuve sentimientos encontrados. Por una parte me impresionó la eficiencia. La mano era una cuchara inmensa. Reflexioné sobre los orígenes e implicaciones culturales de lo que veía. Pensé en cómo harán los zurdos, ya que la mano izquierda se considera “impura” porque se usa para el aseo íntimo (jarrita, manguerita…) Por otra parte, sentí algo de repugnancia. Después de todo, la comida era arroz, lentejas y un pollo en salsa de curry. Todo era o aguado o con pedacitos pequeños. No era que se estaba comiendo un slice de pepperoni pizza precisamente. Todo esto mientras manteníamos una conversación sobre la teoría de la hegemonía de Gramsci…


XII

Busco en la versión electrónica del programa de la conferencia las palabras “Venezuela” y “Venezuelan”, solo las encuentro en los títulos de mis ponencias. Más nadie está presentando sobre mi país. Busco “Brazil” y encuentro 22 ponencias. “Colombia”: cuatro presentaciones. “Cuba”: cero. En este congreso de 900 académicos de todo el mundo, ¿cuántos somos venezolanos? Tres, todas mujeres. Todas vivimos fuera (España, Japón y USA). ¿Cuántas, de las tres, hacemos investigación sobre Venezuela? Una. Yo.

Con todo lo que sucede a nivel de medios de comunicación en Venezuela, ¿cómo puede ser que no haya más atención académica sobre el país? Tengo el gentilicio profundamente entristecido.


XIII

La conferencia es en la zona de Hyderabad que llaman “HiTec (Hyderabad Information Technology and Engineering Consultant) City”. Y, efectivamente, hace honor a su nombre. Allí tienen sede Facebook, Google, Microsoft, Apple y todas las demás. Es la India que camina hacia el futuro, tomada de la mano de las industrias de la tecnología de la información. Pero Hyderabad es varias ciudades en una. Más allá de HiTec City hay zonas que me recuerdan a Caracas. Avenidas que, como la Luis Roche (en la parte que está antes de la Plaza Altamira), tienen mueblerías retiradas lo suficiente de la calle como para tener 3-4 (insuficientes) puestos de estacionamiento. De repente, te tropiezas con zonas que parecen La Guairita. Y estás a solo 10 minutos de HiTec City. Es la definición del “Tercer Mundo”: los contrastes viéndose la cara. Pasado, presente y futuro coexistiendo en un collage de modos de vida.


XIV

El sábado, al terminar la conferencia, nos llevan en un tour por Old Hyderabad. Y, desde la salida, nos advierten que vamos a una zona con un gentío y que nos dejarán caminando por ella. Que nos preparemos para que la muchedumbre nos maree.  Profesores de más de 100 países se miran las caras divertidos con la expectativa de la experiencia.

Es el área de El Chaminar. Un monumento cercano a una mezquita en el cual confluyen varias avenidas (así como en el Arco de Triunfo en París). Esas calles son un hervidero como ninguno que yo haya visto antes. Me toma media hora recorrer unos 500 metros desde donde nos dejan los autobuses hasta El Chaminar. Quedamos separados casi de inmediato. Carros, rickshaws, bicicletas, motos, vacas, camellos y cabras transitan en desorden con el gentío en este barrio musulmán lleno de tiendas y merenderos. Es Ramadán y ya se acerca la hora de hacer la única comida del día. De los quioscos surge el aroma del haleem, ese estofado de pollo, trigo, lentejas y especias con el que recuperarán energías de manera inmediata luego del largo ayuno de 24 horas. Levanto la vista y veo un anuncio que dice “Coca-Cola and haleem go together”. Ah, el largo brazo de la globalización.

Aquí todas las mujeres están cubiertas de la cabeza a los pies de negro cerrado y solo puedes ver sus ojos en la única rendija de su atuendo. Las miro a los ojos y descubro curiosidad, complicidad, picardía, ¿risas?. El velo les da ventaja. Se pueden expresar con sinceridad sin problemas porque están tras de él. Yo no, mi rostro es un libro abierto. Debe ser correcto y contenido. Sonrío y veo el inconfundible brillo de la reciprocidad en sus ojos.

En El Chaminar, subo al primer nivel por una escalera oscura, angostísima y de altos peldaños que reta a mis rodillas y a mi claustrofobia. Arriba, tomo fotos de las calles que lo rodean. Necesito documentar lo que veo. Nadie me va a creer que Caracas es Estocolmo en comparación.


Volteo y una familia hace cola para bajar por la escalera. El bebé me sonríe. Lo apunto con mi cámara. Se enseria, pero el hombre que lo carga se voltea y me regala una sonrisa de luz, junto a las de las dos mujeres que lo acompañan. Pasado, presente y futuro. Es mi mejor foto de este viaje. Es la India que me llevo. La que me ha conmovido con su sobredosis de belleza y polvo. La que me dice que no la juzgue, sino que la entienda en sus términos y aprenda de ella. Es la India que me sonríe y me invita a regresar. Es la India que yo vi.



Más fotos en Instagram #MiViajeALaIndia #MyPassageToIndia

Sunday, April 13, 2014

Silence

 

 (This text was originally published in Spanish in Prodavinci. It was translated by my children, whose work I appreciate more than I can express here)

Venezuela never lets me go.  The country where I was born doesn’t hold my hand. It doesn’t smile at me. Instead it pulls me roughly and cries aloud its anxieties, its disaster, and its deaths. Venezuela screams on signs carried by protesters that decry empty store shelves and overcrowded morgues, and the tyranny of a government with an unbridled fury that insists on consecrating the legacy of Hugo Chávez, while attempting to impose itself by means of repression.  

I’m not from the “Right.”  I never have been.  But I don’t think what Chávez left behind is a project of social justice.  Instead, it is a carefully-built stronghold of power that is meant to be both absolute and eternal.  The evidence of this can be found in Chávez’s own discourse.  Of course, only those willing to go beyond the incomplete label of “champion of the poor,” were able to see that.  

These days, chavismo-madurismo works zealously to turn the country into a theocracy and the deceased comandante into Pharaoh.  Meanwhile, they continue to reinforce this stronghold of power so that it is impenetrable and everlasting. I have seen up close how they erected its protective outer walls.  Since 2004, I have studied the construction of the media blockade that today denies Venezuelans their own reality and reduces to a minimum the space allowed to dissident voices.  It never ceases to amaze me how many members of the international Left do not realize this, how many of them avert their eyes from the number of detainees and tortured, latching onto a socialist utopia that looks nothing like the Venezuelan reality.

Maintaining power is the obsession. That is why the government insists on dividing us, Venezuelans. They have found it fruitful to polarize us, and so they tell us that if we are not chavistas, we are not Venezuelans, that they are “pure love” and those of us who disagree are “the hate.” Yet they have an entire troop (#tropa) of people dedicated to insulting and threatening dissidents in social media.  Meanwhile, the president, who also threatens and insults us in mandatory broadcasts, then proceeds to call for “dialogue” and “peace.”  Next, he defends the behavior of the militias that wage terror in the streets.  These are just a few of the many contradictions we see between discourse and actions these days.  

Intransigence, contradictions and insults are not absent within the opposition either. Radicals from both political extremes, excessive in their language and pugnacious tone, insist on obscuring reality, inciting aggression, and widening fissures into deep chasms.  They are determined to infect us with their blindness.  As a result, the government takes advantage of the opposition’s internal cannibalism.  They spur it on.  And no matter how loudly these people declare their oppositionist identity, the ones who play along with the government’s game become promoters of the late president’s darkest legacy.  Intolerance is asphyxiating us just as much as the tear gas in the streets.

Chavistas vs. antichavistas.  Venezuelans against Venezuelans. A country where recognizing the other side is now imperative.

I have lived in the United States for twenty years, but I have never left Venezuela. No matter what geographic distance exists between my country and me, I am never distant; neither intellectually, nor emotionally. I visit my country several times a year. I study it. I adore it. It always hurts to leave it behind, but I have learned to deal with that discomfort. For years I have mastered the art of “flipping the switch” from one country to the other as I travel back and forth between the United States and Venezuela. On February 12th, however, that switch broke, and I have been living in a state of emotional short-circuit ever since.



I am a university professor.  It is not merely my job; it is my way of being; my lifestyle, if you will. The university is the ocean I navigate daily.  I love the hustle and bustle of its hallways and the unfailing “Hi, Carolina”s and “Hi, Dr. A”s I encounter along the way.  But lately I have felt very alone in my university.  Every day I arrive to campus feeling more and more overwhelmed by the news and images coming out of Venezuela, bruised from my endless analyzing, and troubled by the uncertain future of the country I grew up in.  But I don’t talk about it unless someone asks.  And that rarely ever happens. People here are not thinking about Venezuela.  Their minds are on other things. The media headlines rarely mention Venezuela.  For my colleagues and students, I am the only signifier of Venezuela. It has always been that way. This has never bothered me before, nor has it modified me. But now it does. I feel that I am constantly recoiling as a result of a silent internal ache.  People around me don’t know. I remain silent because I assume they’ve grown weary of the monothematic posts on my Facebook and Twitter accounts. They must be skipping over them at this point.  

We’re all so busy.  We have classes to prepare, exams to grade, papers to write, conferences to attend.  It’s a shame that there is no time for explanations about topics that are not in our syllabi.

My students need me.

Outside, the sky and trees are clad in spring colors.  Sunlight has banished the darkness of winter. Yet the darkness of my country remains inside of me.  So do my tears.  But no one here knows that. Perhaps some can sense it.

I enter the classroom.  I smile.  

Someone once told me that all professors are actors and the classroom is our stage.  I disagreed.  I was wrong.