I
En el verdor de un delicado jardín, una mujer cubierta con un velo de
colores intensos está sentada de espaldas. La única piel que le veo es un pie cobrizo
que se asoma. Está descalza. Pronto se incorpora, toma unas herramientas y se
dobla sobre las plantas. Son las 11 a.m., la temperatura es 42ºC a la sombra.
Estira un brazo y muestra el brillo de sus pulseras mientras trabaja encorvada.
La he visto antes, muchas veces, en los campos que atravesamos cuando viajamos
entre ciudades. Allí las mujeres arqueadas,
ataviadas de saris y velos de matices encendidos, son las flores de los
cultivos. Princesas de lejos, peones de cerca.
II
En Delhi decidimos ir caminando a
Connaught Circle porque es a solo 10
minutos desde nuestro hotel. El concierge
nos explica lo fácil que es llegar: “Take
a right, take a right and straight”. Y nos advierte: “en el camino se les
van a acercar a decirles que hay disturbios y protestas políticas, que los van
a asaltar porque son blancos y que no deben caminar por ahí porque es
peligrosísimo. Pero no hagan caso porque esa gente están encompinchados con los
de los rickshaws para que ustedes
decidan no caminar. Luego esos rickshaws
los llevan a tiendas que son trampas para turistas”.
Mis colegas Lee y Ann, y yo oímos el
consejo que nos suena a ciencia ficción. Sin embargo, el libreto sucede al pie
de la letra. Al menos tres hombres vinieron a “ayudarnos”, alertándonos de que
si seguíamos a pie “se tropezarán con”: a) “Una protesta política que ya se
está tornando violenta”. b) “Gente que los ve blancos y les pone trampas”; “they'll throw shit in front of you”. Ante
mi cara, el tipo: “yes, shit, poop,
shit!” Siguiendo el consejo del concierge,
seguimos nuestro camino sudorosos a punta de “no, thank you” y llegamos a nuestro destino sin ver ni rastros ni
de manifestaciones, ni de shit.
Connaught Circle es una gran herradura de
tiendas y ventorrillos. El contraste entre lo que veo en las vidrieras y lo que
hay afuera de ellas es brutal. Adentro, aire acondicionado, mercancía de
mediana a excelente calidad. Afuera,
familias enteras pidiendo limosna bajo el calor asfixiante, paredes
manchadas para siempre de orín y de escupitajos de betel, perros para los que
el adjetivo “sarnoso” sería un eufemismo, uno que otro hombre durmiendo en
plena acera, al sol. Su propia mugre es su única protección.
Una sucesión de olores acompaña las
imágenes que se atropellan en mis ojos y que no puedo procesar: aromas de
especias le ceden el paso a un intenso olor a orín, diez pasos más allá, huele
a jazmín y a rosa con canela. Me quiero quedar allí, parada frente a los
jabones de glicerina. No sé por qué allí me siento serena. Algo que parece
imposible en ese lugar.
III
En el Museo Nacional conozco a Saraswati,
diosa del conocimiento, la música, las artes y la sabiduría. Leo que es una
bella mujer para así personificar el concepto del conocimiento como algo
supremamente hermoso y atractivo. Y yo, que vengo del país del Miss Venezuela y
Diosa Canales, no puedo dejar de exclamar: “This
is my kind of goddess!”
IV
Mi primera experiencia con un baño de la India fue allí, en el Museo
Nacional. Me explico, hablo de un baño no occidental. Un hueco en el piso. Una
jarrita. Una manguerita. No hay papel toilet, por supuesto. Tampoco donde
apoyarse. Por razones cada vez más obvias y aterradoras para mí, hay agua en el
piso y las paredes. Un gancho en la puerta me permite salvar mi cartera del
agua. Saco de ella el papel toilet. Comienzo la maniobra en puntillas. Mejor
dicho, la acrobacia. Es un recordatorio de que ya no tengo 15 años. Mento
madre. Esta vaina seguro fue diseñada por un hombre. ¿Cómo hacen ellas con sus
saris? ¿Cómo hacen con ese telero? Salgo furiosa y, extrañamente, también admirada.
Después de eso, cada poceta que encontré me trajo un suspiro de alivio y la más
amplia sonrisa.
V
Atravesamos en rickshaw Chandni Chowk, uno de los mercados más
viejos y concurridos de Delhi. Ir en rickshaw
es como ir en mototaxi, pero con 2-3 personas más. El viaje es exhilarante por
lo precario y por lo expuesto que uno se siente. Es, sin duda, una manera de
sentir el país que no experimentas cuando estás en un vehículo con aire
acondicionado. En el rickshaw nada
amortigua ni los olores, ni el bullicio (aquí, tocar corneta es una forma de
comunicarse y es constante). Estás en el país. En pleno país. Asegúrate de
tener codos y rodillas adentro.
Chandni Chowk es de una
densidad que sobrecoge. Allí hay desde vendedores de libros que dejan pálidos a
los bouquinistes de las riberas del Sena, hasta mercaderes de
especias impronunciables y desconocidas para mí. Hay tarantines de fritangas
insalubres y de preciosas guirnaldas de flores. Siento que debería regresar
aquí mañana. Que es imposible explorar cuando se tienen los cinco sentidos tan
abrumados como los tengo yo hoy. Pero mañana viajaremos a Jaipur y no podré
venir.
Tengo que regresar a la India. Ya lo sé.
VI
Noah Arceneaux fue mi alumno, uno de los mejores que he tenido. Ahora
es profesor en San Diego State University. Lleva seis meses en Delhi haciendo
investigación gracias a una Fulbright. Cenamos y nos ponemos al día. Él, su
esposa e hijo viven en un apartamento en una zona clase media. La expectativa
es que tengan “ayuda”. Es decir, alguien que limpie, alguien que les lave la
ropa y alguien que cocine. Tres personas distintas que trabajen por día. Un
batallón para una pareja acostumbrada al “do
it yourself” que prevalece en Estados Unidos. (Yo tengo a Yolanda, de El
Salvador, desde hace 15 años. Viene a limpiar 4 horas a la semana, cada 15
días. Ese es mi lujo). Para Noah encontrar quien cocinara y quien lavara la
ropa no fue problema. Pero cuando entrevistó a varias mujeres para la limpieza
se encontró que le decían “I don’t clean toilets
or kitchens”. De repente llegó una que sí accedió sin problemas a limpiar todo
el apartamento. Luego de un mes, Noah se atrevió a preguntarle si sabía por qué
las otras se negaban. La mujer le explicó que ella es dalit, o sea Intocable, la clase que es tan baja que ni siquiera es
una de las cuatro castas (varnas) de
la India: Brahmanes, Chatrías, Vaishas y
Shudrás. Por eso, ella no tiene problema en limpiar ninguna estancia donde
viva cualquier persona.
La anécdota me recuerda lo poco que sé del sistema de castas. Mi
conocimiento se reduce a que proviene del hinduismo y es rígido. La movilidad
no es una posibilidad. Sin embargo, el asunto se ha flexibilizado. La
Constitución de la India prohíbe el prejuicio en contra y la segregación de los
dalits. Esto es influencia directa de
la doctrina de derechos sociales de líderes como Gandhi quien no los llamaba dalits, sino “niños de dios”. Inclusive,
en 1997 el país eligió a un dalit
como presidente, K. R. Narayan. Pero el cableado cultural persiste.
Días después mi amiga Usha Raman, quien estudió su Ph.D. en la
Universidad de Georgia y es una de las académicas más sobresalientes y
comprometidas con la justicia social que conozco, me confía que en su
departamento en la Universidad de Hyderabad hay quien piensa que ella fue
contratada solo porque es Brahman, o
sea “upper caste.”
Es que cuando divides a una sociedad, el prejuicio empapa a todos. Y
es muy difícil secarse por completo.
VII
En las calles y carreteras hay una imagen recurrente. En una moto, un
hombre con casco maneja. Atrás, de parrillera, una mujer sentada de lado con
los colores de su sari y sus velos al viento. Ella es una hermosa serpentina.
No lleva casco. Lo que sí lleva muchas veces es un niño en brazos, quien
también viaja sin protección.
Este país donde las mujeres proveen gran parte de sus bellos colores,
no es bueno para las mujeres. Nunca lo fue. Hoy en Jaipur, la preciosa ciudad
rosada, aprendí que la esposa del Majará tenía que usar ropajes y joyas que
pesaban 25 Kg. Como no podía caminar con todo eso, vivía sentada en un enorme
trono con ruedas que las sirvientas empujaban por un sistema de rampas dentro
del palacio. No podía salir, veía el mundo a través de rendijas y compartía el
marido con otras esposas y cientos (sí, ¡cientos!) de concubinas.
A la vez, es de la India de donde han salido algunas de las académicas
feministas más brillantes e influyentes. Es aquí donde las mujeres periodistas
se han organizado para mejorar sus condiciones de trabajo y para que no las
releguen a cubrir las noticias “suaves”.
Es una paradoja (¿o aparente paradoja?) que trato de entender mientras
miro los contrastes de un país con tanta belleza y tanta suciedad. Con tanto
lujo y tanta pobreza.
VIII
Nuestro guía Gurvinder nos dice que caminemos mirando el piso, que no
hagamos trampa, que él nos dirá cuándo podemos alzar la vista. Obedezco y
camino. No es difícil, no hay mucha gente. Quizás porque llovió. Cedió el
gentío y cedió algo el calor. Finalmente, nos da permiso: “pueden levantar la
vista”. Lo hago y, sin aviso, sin pudor y sin control, mis ojos se desbordan.
Ante mí está la perfección. El edificio—ahora lo sé—más bello del mundo. No
hubo afiche o película que me preparara. Ninguno le hace justicia. Es hermoso
de lejos y de cerca, por fuera y por dentro. Lo paseo y lo disfruto a mis
anchas. Lo contemplo. Trato de escribirlo, pero no tengo los adjetivos que
merece. Tendría que ser poeta y no lo soy.
Gurvinder no me apura. Entiende que no todos hemos vivido siempre
cerca de la perfección. Él, en cambio, nació y creció cerca del Taj Mahal.
IX
Todo el mundo me pregunta por las vacas, que si ya las vi, que si es
verdad que andan como peatones en el medio de las ciudades. En Delhi no vi
ninguna, pero en Jaipur, Agra y Hyderabad sí. Las vi transitar, echarse en el
medio de la calle como si estuvieran en el campo y atravesar en grupo una
autopista de cuatro canales, parando en seco el tráfico. También las vi
buscando comida entre las montañas de basura que no dejan de impresionarme.
Serán muy sagradas las vacas, pero no escapan la pobreza que todavía arropa a
este país en el cual coexisten palacios pintados con rubí, topacio y esmeralda,
rascacielos de acero y cristal, y viviendas cuyo único techo es una lona
plástica.
X
“Naan” es mi salvación. El
pan de la India, inmenso, delgado y delicioso, lo sirven doblado como una
servilleta de tela. Gracias a su existencia he podido comer platos que jamás
hubiera tolerado de otra manera. Salvo muy contadas excepciones, aquí todo es
picante. (Hay, al menos, diez tipos de pimienta). Y yo no como picante. Pero
con naan, arroz basmati y mucha agua,
soy capaz no solo de “pasar” la comida, sino de disfrutarla y de admirar el
cuidadoso balance de sus especias. Pronto tengo un menú favorito: Masala Dosa, que es como una crepe que
se come en el desayuno o brunch, Dal
Makhani, tres tipos de lentejas cocinadas lentamente con especias y crema, y
Tikka Masala Chicken, un pollo en una
salsa anaranjada que tiene al menos siete especias. En cuanto al postre encontré
dos delicias: helado de dátiles y nueces, y Baked Yogurt. Nada de esto es low cal. Y como no estoy comiendo
ensaladas, ni vegetales crudos, ni frutas (menos cambur, por su concha gruesa)
como medida preventiva, mi cintura ha ido creciendo con los días…
XI
Ayer en la conferencia me tocó almorzar al lado de un profesor de la
India de los que comen solo con la mano derecha. Es decir, no tomó cubiertos en
el buffet, solo una servilleta. Yo había leído sobre eso de comer con la mano
derecha, pero nunca lo había visto. Tuve sentimientos encontrados. Por una
parte me impresionó la eficiencia. La mano era una cuchara inmensa. Reflexioné
sobre los orígenes e implicaciones culturales de lo que veía. Pensé en cómo
harán los zurdos, ya que la mano izquierda se considera “impura” porque se usa
para el aseo íntimo (jarrita, manguerita…) Por otra parte, sentí algo de
repugnancia. Después de todo, la comida era arroz, lentejas y un pollo en salsa
de curry. Todo era o aguado o con pedacitos pequeños. No era que se estaba
comiendo un slice de pepperoni pizza
precisamente. Todo esto mientras manteníamos una conversación sobre la teoría
de la hegemonía de Gramsci…
XII
Busco en la versión electrónica del programa de la conferencia las
palabras “Venezuela” y “Venezuelan”, solo las encuentro en los
títulos de mis ponencias. Más nadie está presentando sobre mi país. Busco “Brazil” y encuentro 22 ponencias. “Colombia”: cuatro presentaciones. “Cuba”:
cero. En este congreso de 900 académicos de todo el mundo, ¿cuántos somos venezolanos?
Tres, todas mujeres. Todas vivimos fuera (España, Japón y USA). ¿Cuántas, de
las tres, hacemos investigación sobre Venezuela? Una. Yo.
Con todo lo que sucede a nivel de medios de comunicación en Venezuela,
¿cómo puede ser que no haya más atención académica sobre el país? Tengo el
gentilicio profundamente entristecido.
XIII
La conferencia es en la zona de Hyderabad que llaman “HiTec (Hyderabad Information Technology
and Engineering Consultant) City”. Y, efectivamente, hace
honor a su nombre. Allí tienen sede Facebook,
Google, Microsoft, Apple y todas
las demás. Es la India que camina hacia el futuro, tomada de la mano de las
industrias de la tecnología de la información. Pero Hyderabad es varias ciudades
en una. Más allá de HiTec City hay
zonas que me recuerdan a Caracas. Avenidas que, como la Luis Roche (en la parte
que está antes de la Plaza Altamira), tienen mueblerías retiradas lo suficiente
de la calle como para tener 3-4 (insuficientes) puestos de estacionamiento. De
repente, te tropiezas con zonas que parecen La Guairita. Y estás a solo 10
minutos de HiTec City. Es la
definición del “Tercer Mundo”: los contrastes viéndose la cara. Pasado,
presente y futuro coexistiendo en un collage
de modos de vida.
XIV
El sábado, al terminar la conferencia, nos llevan en un tour por Old
Hyderabad. Y, desde la salida, nos advierten que vamos a una zona con un gentío
y que nos dejarán caminando por ella. Que nos preparemos para que la
muchedumbre nos maree. Profesores de más
de 100 países se miran las caras divertidos con la expectativa de la
experiencia.
Es el área de El Chaminar.
Un monumento cercano a una mezquita en el cual confluyen varias avenidas (así
como en el Arco de Triunfo en París). Esas calles son un hervidero como ninguno
que yo haya visto antes. Me toma media hora recorrer unos 500 metros desde
donde nos dejan los autobuses hasta El
Chaminar. Quedamos separados casi de inmediato. Carros, rickshaws, bicicletas, motos, vacas,
camellos y cabras transitan en desorden con el gentío en este barrio musulmán
lleno de tiendas y merenderos. Es Ramadán y ya se acerca la hora de hacer la
única comida del día. De los quioscos surge el aroma del haleem, ese estofado de pollo, trigo, lentejas y especias con el
que recuperarán energías de manera inmediata luego del largo ayuno de 24 horas.
Levanto la vista y veo un anuncio que dice “Coca-Cola
and haleem go together”. Ah, el largo brazo de la globalización.
Aquí todas las mujeres están cubiertas de la cabeza a los pies de
negro cerrado y solo puedes ver sus ojos en la única rendija de su atuendo. Las
miro a los ojos y descubro curiosidad, complicidad, picardía, ¿risas?. El velo
les da ventaja. Se pueden expresar con sinceridad sin problemas porque están tras
de él. Yo no, mi rostro es un libro abierto. Debe ser correcto y contenido.
Sonrío y veo el inconfundible brillo de la reciprocidad en sus ojos.
En El Chaminar, subo al
primer nivel por una escalera oscura, angostísima y de altos peldaños que reta
a mis rodillas y a mi claustrofobia. Arriba, tomo fotos de las calles que lo
rodean. Necesito documentar lo que veo. Nadie me va a creer que Caracas es
Estocolmo en comparación.
Volteo y una familia hace cola para bajar por la escalera. El bebé me
sonríe. Lo apunto con mi cámara. Se enseria, pero el hombre que lo carga se
voltea y me regala una sonrisa de luz, junto a las de las dos mujeres que lo
acompañan. Pasado, presente y futuro. Es mi mejor foto de este viaje. Es la
India que me llevo. La que me ha conmovido con su sobredosis de belleza y
polvo. La que me dice que no la juzgue, sino que la entienda en sus términos y
aprenda de ella. Es la India que me sonríe y me invita a regresar. Es la India
que yo vi.
Más fotos en Instagram #MiViajeALaIndia #MyPassageToIndia