En pleno centro de Caracas, unos niños juegan en el jardín soleado de
una casa que data de 1700. Una maestra se mueve con soltura entre ellos. Es
educadora con cada fibra de su ser. Yo la conozco. He visto esta escena
antes, más de una vez, hace muchos años. Hoy lo único que es distinto es que
mis hijos no están en ese jardín con Marisabel Grossmann, una de las mejores
maestras que yo haya conocido. Como esos niños, Gustavo, Carolina y María
Teresa conocieron lugares históricos, industrias y playas venezolanas de la
mano de Marisabel. Eso fue hace más de
22 años cuando yo todavía vivía en Venezuela. Mis hijos no olvidan su niñez
venezolana.
Un hombre restaura una máquina de hacer raspados bajo la sombra de un
árbol. La pinta con esmero mientras yo saco la cuenta de cuándo fue que me
comí el último raspado rojo con leche condensada. Mi niñez venezolana. El
pasado presente.
En un corredor de la vieja casa restaurada a la perfección, hay varios
ancianos leyendo la prensa del día. “No hay mejor lugar para leer el periódico.
Aquí nos tienen todos los periódicos listos para nosotros”, me dice un señor
que viene a diario. Es la llamada tercera edad. Más allá, un grupo de niños
escucha la historia de la casa. Están sentados sobre el piso de un mosaico que
ya no existe fuera de estas paredes. Sus caritas miran con intensidad una gran
caja fuerte verde mientras la guía les explica lo que contiene. En la
habitación de al lado otros niños aprenden sobre salud, ejercicio y
alimentación en una exhibición que estará allí todo el año.
Estoy en la Casa
de Estudio de la Historia de Venezuela “Lorenzo A. Mendoza Quintero”. Es un oasis.
Afuera queda ese estremecimiento en que se ha convertido mi país. Un mapa
fisurado que antes era territorio deseable para los inmigrantes y hoy es,
tristemente, un generador de emigrantes. Afuera queda el gobierno que es solo una
puesta en escena y un bramido de odio y venganza. Afuera está el presidente al
que la ideología y la ausencia de carisma no le permiten enmendar la plana.
Afuera también están los ciudadanos que hacen colas humillantes para cubrir sus
necesidades básicas y los que sacan cuentas para poder comprar media docena de
huevos que será la proteína de toda la semana para su numerosa familia. Todo
eso queda afuera.
Aquí adentro se preserva la historia y se habla de salud y bienestar. Aquí
pueden venir académicos a investigar. Aquí todas las edades encuentran
información e inspiración. Aquí se hizo un esfuerzo de restauración importante
que debería ser modelo para el país que habrá que recuperar. Aquí el pasado no está ni
manipulado, ni muerto. Aquí uno siente que sí hay futuro. Aquí las puertas están abiertas para todos. Aquí se respira paz.
Sé que estoy viviendo en ese “otro país” que Leonardo Padrón describió
recientemente. Es el país
que resiste y no se deja arrebatar la esperanza. El país que el presidente
quisiera desaparecer.
Es mi país. También el país de Polar y la familia Mendoza que habitó
esta casa desde 1893. Inevitablemente el perfil de Polar es alto por los
productos que nos surte. Para mí ha sido siempre una empresa modelo de la
responsabilidad social, la cual ha ejercido desde mucho antes que el término
entrara en boga. En contraste, el perfil de la familia Mendoza siempre fue bajo. Pocos saben de sus múltiples obras sociales y culturales, de su trabajo silencioso y su compromiso con nuestra tierra. Pero el perfil bajo ya no es posible porque el presidente, cuyo único
aval es que fue ungido por el “mesías” que lo precedió, necesita con urgencia
una épica propia. Eso amerita crear un "satanás" para poder autoerigirse en
“salvador”. Y escogió a Lorenzo Mendoza y a la Polar para ese fin. Pero es ahí
donde el emperador queda desnudo porque él no produce nada y solo le da empleo
a sus fieles, sin importar si son competentes o no. Es ahí donde el contraste que ha tratado de crear lo pone en
total desventaja.
En un salón rectangular, los Pequeños Cantores de la Schola Jenaro Aguirre ensayan sus voces angelicales mientras los niños del Pre-escolar de Marisabel Grossmann ocupan las sillas. Unos vienen del Barrio La Bombilla de Petare y otros del llamado "Este" de Caracas. Todos son niños venezolanos. Pronto unos cantan y otros llevan el ritmo con las palmas. Luego cantan todos juntos. Finalmente una cumbia nos pone a bailar a niños y adultos. Siento una alegría que brota desde muy adentro de mí y se desparrama en la sonrisa que no me abandona.
Miro la fuente. A su alrededor montaron bicicleta los hermanos Mendoza Quintero. Hoy, gracias a su legado, otros niños la rodean con sus sonrisas y sueños. Pasado, presente y futuro. Es la Caracas amable y lo mejor de mi Venezuela. Es a donde siempre querré volver. Es la que merece nuestra lucha diaria.